El cofre
CAPÍTULO 1
EXTRAORDINARIAS ANTIGÜEDADES Y OTRAS
MARAVILLAS
“‒En mi casa cualquier
libro está a buen recaudo ‒respondió Elinor, con tono de reproche‒. Lo sabes de
sobra. Son mis hijos, mis hijos negros de tinta, y yo los cuido con cariño.
Mantengo la luz del sol lejos de sus páginas, les limpio el polvo y los protejo
de la voraz carcoma de los libros y de los mugrientos dedos humanos.”
CORNELIA FUNKE,
EL Mundo de Tinta I.
Corazón de Tinta.
–Fragmento de uno de los libros de la biblioteca de la
casa de Lucy‒.
Lucy era una niña de seis
años, de expresivos ojos marrones y un cabello castaño que solía llevar suelto
y le caía a la altura del cuello, peinado con la raya al lado derecho, por
donde le gustaba recogerse el mechón detrás de la oreja. Era una chica con un
desparpajo increíble para su edad, y además poseía una imaginación desbordante.
También era buena, educada, agradable, y muy cariñosa. Pero lo mejor de ella era que siempre estaba
sonriente. Vivía en Madrid –España– junto a sus dos hermanos, Christian de ocho
años, y Andrea de tan sólo dos meses; y sus padres: Javier y Cristina.
En realidad se llamaba Lucía, pero
desde muy pequeña la llamaban Lucy, y todos la conocían por ese nombre. Vivía
en una gran mansión del barrio rico de la ciudad, con un jardín muy amplio y
confortable, donde le gustaba pasar horas dejando volar su imaginación.
Su padre era un escritor que se había
hecho rico de la noche a la mañana, después de publicar varias trilogías
fantásticas que posteriormente se habían adaptado al cine, con una abrumadora
taquilla y excelente crítica en todo el mundo. Su madre también estaba
relacionada con el mundo de los libros, trabajaba como bibliotecaria. Debido a
las profesiones de sus padres, en casa no podía faltar un lugar dedicado a
ellos. Tenían una gran biblioteca particular, llena de estanterías de distintos
tipos de madera. En una de las paredes había también una chimenea, y en torno a
ella había distintos sofás de varios tamaños en los que la familia se sentaba a
leer o a escuchar lo que alguno de ellos leía en voz alta. Sobre el suelo de
parqué había una gran alfombra roja con bonitos dibujos de criaturas
fantásticas que a Lucy le gustaba observar para dejarse llevar por la
imaginación. En esta biblioteca particular se podían encontrar libros como Alicia en el País de Las Maravillas, de Lewis Carroll, El Mago de Oz, de Lyman Frank Baun, o La Historia Interminable,
de Michael Ende. En aquel momento, la familia se
encontraba reunida en torno a la chimenea, acomodados en los sofás. Javier les
estaba leyendo el segundo libro de la trilogía Memorias de Idhún, su saga favorita: Triada, de Laura Gallego García.
Un rato después…
‒Bueno, dejémoslo aquí, mañana tengo que levantarme
muy temprano para coger el avión. Debo ser puntual en la presentación de mi
último libro en EE.UU. Así que será mejor que me vaya a dormir ya ‒dijo Javier,
el padre.
‒Vamos, tiene razón, vayámonos todos a la cama ‒añadió
la madre, Cristina.
Al día siguiente, Javier presentó su último libro en
EE.UU. Fue todo un éxito.
El día fue largo, ya que
tuvo que asistir a varios programas de televisión y radio. De modo que decidió
no volver a casa ese momento.
Aprovechó el día después para visitar China Town. Paseando
por sus calles, vio una tienda de antigüedades y decidió pararse a echar un
vistazo. Encima de la puerta colgaba un letrero de madera en varios idiomas,
que decía:
“EXTRAORDINARIAS ANTIGÜEDADES Y OTRAS MARAVILLAS”.
Javier empujó la puerta y entró en la tienda. Aquello
que vio lo dejó fascinado: antigüedades y objetos de todo tipo llenaban varias
estanterías situadas sobre cada una de las paredes de la tienda. Al ver que
nadie salía a recibirle, Javier paseó por el anticuario, observando cada cosa
con detenimiento. Había relojes de todo tipo, grandes y pequeños, de bolsillo,
muñeca o pared, antiguos y modernos. También pudo observar monedas y billetes
de cualquier país del mundo, algunas de ellas bastante antiguas; jarrones y
figuras de porcelana de diseños laboriosos, pertenecientes a antiguas casas
reales; libros antiquísimos, de historia, medicina, geografía, geología,
botánica, zoología, física, etc. Javier decidió hojear algunos de ellos, cuando
de repente una voz que profirió algo en chino lo interrumpió.
‒Perdona. No le entiendo ‒dijo mientras
se volvía hacia la persona que le había hablado. Se trataba de un anciano chino,
muy viejo y arrugado, con un bigote que le caía a ambos lados, y una larga y
frágil barba blanca, al igual que su bigote y sus largos cabellos. Éste se
acercó mientras fumaba en pipa.
‒Veo que eres hispano, además de un atrevido.
‒Soy español, pero no soy ningún atrevido.
‒Ah,
¿no? Entonces no toques nada que no pienses comprar.
‒Descuida. No lo volveré a hacer.
Javier siguió recorriendo
las largas estanterías. Tomó un juego de muñecas matrioskas –muñecas rusas de
varios tamaños que encajan unas dentro de las otras‒ para regalárselas a su
hija Lucy, también un reloj de bolsillo muy antiguo pero a su vez hermoso y de
gran valor, para su hijo Christian, un balancín de la mejor madera, labrado y
pintado con mucho mimo, para su pequeña Andrea, y un espléndido collar para su
mujer. Fue allí, en la sección de joyería, donde encontró algo idóneo para él.
Se detuvo como hechizado, nada más verlo, y es que Javier, además de
coleccionar libros, coleccionaba joyas y piedras preciosas. Ante él había un
cofre de oro. Estaba abierto, dejando ver su interior recubierto de terciopelo
rojo, sobre el que había diez
anillos colocados formando una luna menguante, con las puntas hacia abajo, que
parecía abrazar un colgante situado en el centro del cofre. Cada uno de estos anillos llevaba una gema incrustada, pero todas ellas distintas entre sí. Estas
gemas que los adornaban eran una obsidiana negra, un diamante, una
esmeralda, una turquesa, un rubí, un topacio amarillo, un diamante hecho de un
hielo que nunca se derretía, una piedra de magma solidificado, una amatista y,
por último, una turmalina negra castaña. El colgante, en cambio, no estaba
adornado con ninguna gema ni piedra preciosa. Tenía la forma de un
pájaro extraño y estaba elaborado en oro
blanco. Casi atraído por él, Javier tomó el cofre
inmediatamente.
Cuando llegó al mostrador, le enseñó
todo lo que quería comprar a aquel anciano chino.
‒No sé si podrás pagar el cofre. Es de
un valor incalculable.
‒¿Tan valioso es? ‒preguntó Javier.
‒El valor no sólo está en las piedras
preciosas que contiene. Si
recuerdas el letrero de la entrada, dice:
“Extraordinarias antigüedades y otras maravillas”, bien, pues en el contenido de este cofre hay
algunas de esas maravillas.
‒¿Qué quiere decir con lo de
maravillas? ‒preguntó Javier intrigado.
‒Sólo puedo decir que todas las cosas que se consideran maravillas en
esta tienda, tienen algo de mágico. Aunque no he descubierto lo que es en ninguna de ellas ‒apuntó el
anciano.
‒Estoy seguro de que son estratagemas
suyas para atraer a los clientes. De todas formas, dígame cuanto quiere por
todo. Tengo prisa, he de coger el avión de vuelta a casa.
‒Mil dólares.
‒¿Qué? ¿Esto es un robo? ‒le sermoneó Javier.
‒Ya le dije que quizás no pudiera pagarlo.
‒Pues te has equivocado, anciano. Puedo pagarlo, ¡desde
luego que puedo pagarlo!
De este modo, después de que el anciano le empaquetara
todos los regalos, Javier se marchó de la tienda y llamó a un taxi.
Ya en el avión, sacó un pequeño portátil y aprovechó
parte de las horas del viaje para seguir escribiendo el libro que sería la
continuación del que presentó el día anterior. Tras varios párrafos decidió
descansar, pues necesitaba concentrarse para escribir, y allí en el avión, con
tanta gente, se distraía fácilmente. Entonces decidió sacar el libro que había
escogido para aquel viaje, La Vuelta al
Mundo en 80 días, de Julio Verne, y se puso a leer el siguiente capítulo.
Un rato después dejó de leer, al ver
que en el avión iban a poner una película: Harry
Potter y las Reliquias de la Muerte. Parte II. En los cines ya habían
dejado de emitirla hacía un par de meses, pero la emitían aún en los vuelos de
avión. Él ya la había visto una vez en el cine junto a su familia, pero le gustó
volverla a ver, pues en su casa tenía los siete libros de la saga y los había
leído todos. Esta película se basaba en el final del último, uno de los más
oscuros y adultos de la serie. Lo recordaba de forma muy distinta a la
película, pero solía suceder con los libros adaptados al cine. También había
ocurrido con algunos de los suyos al ser llevados a la gran pantalla. Con todo,
disfrutaba aquellas películas, ya que tenía la oportunidad de ver aquellos
personajes, aquellas criaturas, y aquellos mundos fantásticos.
Cuando el avión llegó a su destino, su familia le
recibió en el aeropuerto con mucho cariño. Al llegar a casa, repartió los
regalos a toda la familia, y todos quedaron muy contentos con el suyo. Pero el
que más gustó a todos, en especial a Lucy, fue el del propio Javier. La niña
quedó fascinada con aquel pequeño cofre. Tanto, que cada día se quedaba un buen
rato embobada delante de él, observando cada uno de sus anillos y el colgante.
Un día, su hermano la retó a cogerlos:
‒Te gustan mucho, ¿verdad?
‒Sí, papá tiene muchas joyas, pero ninguna igual a
éstas.
‒Entonces, ¿por qué no las coges? Ahora no está aquí,
y sólo será un momento.
‒Está bien, lo haré si tú también coges alguno. Si
papá se entera, no pienso cargármela sola.
‒De acuerdo ‒masculló su hermano Christian. Lucy cogió
el cofre y le dijo:
‒Ven, vamos con nuestra hermanita, y juguemos a
princesas y príncipes.
Los dos hermanos fueron
con el cofre hasta la cuna donde se encontraba su hermana de dos meses.
‒¿Cuál prefieres? ‒le preguntó Lucy a Christian.
‒El que tiene una turquesa.
‒Vale, yo me pondré el colgante y el anillo de
diamante, y a Andrea le colocaré el anillo de obsidiana negra.
Lucy se puso el colgante
en el cuello, y sacó los tres anillos elegidos del cofre, que mantuvo en su
otra mano.
‒Nos los pondremos a la vez ‒dijo la niña mientras le
entregaba a su hermano el anillo de la turquesa
y le puso a su hermana el de la obsidiana negra.
Un segundo después, ellos también se los pusieron y, tres segundos después de que cada uno se pusiese el suyo, los tres desaparecieron...
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